De vez en cuando, desempolvo un antiguo libro leído y releído anteriormente y olvidado en las estanterías de mi biblioteca durante un tiempo. Y en busca del pensamiento que en él se esconde y que me impresionó la primara vez que lo tuve en mis manos, recorro sus páginas con voracidad. Me ha sucedido en estos días con una vieja edición de Emilio García Gómez, al que tanto deben los arabistas españoles. Es de 1934, y se trata de la Risala de Al-Saqundi, que su traductor –D. Emilio- tituló Elogio del Islam español. Es reconfortante volver a sus páginas y pasear por esas estupendas descripciones de costumbres, ciudades y personajes de aquel siglo XIII nuestro. Y constatar el profundo y largo patrimonio que nos acompaña desde antiguo. El libro nace casi de una anécdota. Sucedió en casa del Gobernador de Ceuta. Al-Saqundi defiende la superioridad de nuestro país sobre la Berbería. Para zanjar la discusión, el gobernador reta a los dos contendientes a que pongan por escrito las virtudes de sus respectivos países. Así nace esta obra del insigne literato cordobés-
Reconforta el comienzo “Yo alabo a Dios porque me hizo nacer en Al-Andalus y me concedió la gracia de ser uno de sus hijos. Mi brazo puede alzarse con orgullo y la nobleza de mi condición me impulsa a realizar acciones meritorias”. Un orgullo que se dispone a justificar a lo largo del libro. Recorre personajes, costumbres y ciudades de aquella España medieval: Sevilla, Córdoba, Jaén, Granada, Málaga, Almería, Murcia, Valencia, Mallorca… Sorprenden, más de siete siglos después, descripciones como ésta: “Los sevillanos son la gente más ligera de cascos, más espontáneas para el chiste y más dadas a la burla, aún empleando las más feas injurias; y de tal suerte están habituados a esto y lo tienen por hábito, que entre ellos es considerado odioso y cargante el que no se dedica a tales cosas y no da y acepta esta clase de bromas”. Pero es que lo que sigue no tiene desperdicio, sus aldeas y sus pueblos son únicos “por el primor de sus construcciones y por el celo con que sus habitantes las cuidan por dentro y por fuera, hasta el punto de que parecen, de encaladas que las tienen, estrellas blancas en un cielo de olivos”. ¡Y qué decir del resto! “Sus mujeres, sus vehículos (tanto terrestres como marítimos), sus guisos y sus frutos (lo mismo frescos que secos), son especies que en el reparto del mérito han logrado la parte más copiosa. En cuanto a sus casas, ya tienes noticias de su perfección y del celo con que sus propietarios las cuidan. En la mayoría de ellas no falta agua corriente, ni árboles frondosos, tales como el naranjo, el limero, el limonero, el cidro y otros”. Y algo fundamental, que supone el adorno más profundo de esta ciudad: “Sus sabios en toda rama de saber, elevada o humilde, seria o jocosa, son demasiados en número para que puedan contarse y demasiado célebres para que tengan que ser citados”.
Produce enorme satisfacción oír esto de un cordobés, acerca de Sevilla y los sevillanos, como lo produce que alguien hable bien y elogiosamente de alguien que no sea él. Que sienta como propio lo de los demás en esta España nuestra tan dada al provincianismo cutre y las pueblerinas peleas de rivalidades pobres, de chovinismos locales de bajo nivel y a peleillas de tres al cuarto que no conducen a nada positivo. Al-Saqundi, cordobés, del siglo XIII, elogiando su tierra.