Los amigos con los que compartimos el amor a los libros recibirán con agrado estas líneas. Con agrado las he encontrado yo en un libro que acabo de leer. Se titula Erasmo de Rotterdam, triunfo y tragedia de un humanista, escrito por Stefan Zweig (1881-1942). Fotografía así la pasión de Erasmo por los libros:
«Si intentaba conseguir dinero con sus dedicatorias, lo hacía únicamente con la finalidad de poderse comprar libros, más y más libros, clásicos latinos y griegos. Fue uno de los primeros bibliófilos, alguien que no sólo amaba los libros por su contenido sino que idolatraba de un modo absolutamente carnal su existencia, su gestación, su forma –magnífica, tangible y estética a la vez-. Estar en la imprenta de Aldus en Venecia o en la de Froben en Basilea, entre los modestos trabajadores, recibir con la tinta aún húmeda los pliegos recién impresos, elegir los elementos ornamentales y las delicadas iniciales junto con los maestros en este arte, perseguir con pluma afilada los errores de impresión como un cazador de mirada aguda o retocar una frase latina sobre las hojas aún húmeda para hacerla más pura y más clásica, eran para él los momentos más felices de su existencia, trabajar en y para los libros, su forma natural de vivir».
Me vuelven a la mente mis ya más de 35 años de profesión como editor. Treinta y cinco años trabajando en y para los libros. Y revivo en la memoria tantos momentos felices donde el olor a tinta fresca presidía el nacimiento de un nuevo libro.