Como es tiempo de brotes tiernos y salida obligada del letargo invernal, aprovecho y escribo en este sur nuestro que se viste de fiesta para celebrar que es primavera; escribo, digo, para hacer también ejercicio de memoria. Un ejercicio necesario, como necesario es que nuestros campos broten de nuevo en este mes de abril, y afirmen una vez más que la planta está viva, que las raíces, a pesar de ocultarse a la vista, están llenas de savia y forman parte de la vitalidad que viste los campos en este tiempo presente. Y ya que ciertas raíces fueron olvidadas y ni siquiera aparecen (¡vaya usted a saber por qué!) en los libros de Historia que endosan (¡cada vez ponen en manos de nuestros hijos menos libros que les recuerden de dónde vienen!) a quienes deberían saber quiénes somos, quiénes fuimos y quiénes queremos ser. Y dado que está de moda la amnesia, digo que vale la pena rescatar del recuerdo algo de aquel bagaje que hoy forma también parte de nuestra idiosincrasia.
Paseando por las calles andaluzas, en estos días, que son preludio de tantas fiestas y de tanta luz, recordaba otros tiempos, que son parte de la historia de estas ciudades andaluzas que tan rico pasado atesoran. Es cierto que aquellos no son estos tiempos y que con Tehilard de Chardin, defiendo que el futuro es siempre mejor que cualquier pasado, me sigue deleitando saborear historias de otros tiempos.
Y he imaginado, hurgando en la memoria histórica, que, en Sevilla, por ejemplo, (o en Granada, o en Jerez) estábamos de fiesta, aunque fueran otros tiempos y con otras coordenadas. Y celebrariamos fiestas. Por citar algunas diremos que los musulmanes de entonces celebraban la Ruptura del Ayuno, tras el Ramadán, o que festejaban la Fiesta de los Sacrificios. En ellas se comía cordero y se cocinaban platos especiales. Todo el mundo se echaba a la calle; cantaban y bailaban, y se arrojaban unos a otros agua perfumada, flores y limones. Y, naturalmente, se estrenaba ropa nueva (¡Ay del que hoy no estrena el Domingo de Ramos!). Aquellos andalusíes, como los andaluces que somos ahora (¡de raza le viene al galgo!) eran propensos a las fiestas; los musulmanes incluso celebraban –siguiendo la costumbre de los mozárabes- también fiestas cristianas, como la Navidad y el Año Nuevo cristiano. Eso sí, las dos fiestas más animadas eran la de la entrada de la primavera (Nayruz) en la que había desfiles de caballos y regatas en el río, se bebía vino y se comían platos típicos; y la de la entrada del verano (Mahrayán), con hogueras y bailes en los patios. Y en éstas participaban también los mozárabes de la ciudad.
Y ahora que hemos vivido en nuestra tierra el tiempo de desfiles y procesiones, y entramos en ferias bullangueras en las que no conviene degenerar en desmanes y excesos, y que los días transcurran en diversión sana y alegre, me he ido en busca de unos textos legales que no son sino de aquel rey nazarí del siglo XIV, Yusuf I.
Cómo serían las cosas para que legislara de esta guisa en el último bastión andalusí de España. Dichos textos describen primero lo que es para nosotros conocimiento de raíces y explicación del talante con que hoy vivimos. “Las fiestas […] –dice el texto- han sido causas de alborotos y escándalos, y en ellas las loables alegrías de nuestros mayores han degenerado en locuras mundanas. Cuadrillas de hombres y mujeres circulan por las calles arrojándose aguas de olor y persiguiéndose con tiros de naranjas, de limones dulces y de manojos de flores, mientras tropas de bailarines y juglares turban el reposo de la gente piadosa con zambras de guitarras y dulzainas, de canciones y gritos; se prohíben tales excesos y se previene el exacto cumplimiento de las costumbres primitivas”. Y conociendo el carácter de nuestra gente, había legislado: “En los regocijos de bodas, en los que se celebran para poner a los recién nacidos (dicho en román paladino: en bodas y bautizos; que también es éste tiempo de desposorios) bajo el auspicio de las buenas hadas y en reuniones familiares, sea lícito divertirse con zambras y convites espléndidos; pero obsérvese el mayor decoro, reine la discreción y no incurra convidado alguno en abuso de la embriaguez”.
Estaba ya iniciado el siglo XIV y ya la historia estaba preparando su acción pedagógica (maestra es) para este siglo nuestro. También en estos asuntos lúdicos y festivos que, en esta primavera, ponen luz y color a nuestra tierra. Lo que no me queda claro es lo que hubiesen hecho nuestros cofrades, con leyes como éstas: “Siendo las calles y plazas lugares impropios para rogar a Dios, se prohíbe hacer en ellas procesiones ni rogativas en tiempo de seca; en tal conflicto deberán los devotos salir al campo, y postrándose en tierra invocarán a Dios”. Y es que Yusuf I no conocía la Semana Santa de los pueblos del sur. Hoy el cantar es otro, pero éste fue en otro tiempo, y si algo se prohibía es porque algo se hacía. Por falta de agua no nos podemos quejar esta Semana Santa. Fecundará los campos.