“Esto es un mamarracho”, dice un amigo airado. Su expresión es de hastío y esconde un gesto que más bien me parece de derrota, cuando no de impotencia. Y cuando vuelvo a casa, después de la tensa conversación que la parroquia desató esta tarde en el tabanco, no paro de dar vueltas a la expresión. El diccionario de la RAE me devuelve el sentido de la palabra. Tiene dos accesiones para nuestros ilustres académicos. La primera define la palabra en estos términos: “Figura defectuosa y ridícula, o adorno mal hecho o mal pintado. Llámase también así a otras cosas imperfectas, ridículas y extravagantes”. La segunda define al mamarracho como “hombre informal, no merecedor de respeto”. Por el contexto de la conversación, hace apenas un momento presenciada y que no tenía el valor científico de una encuesta por la escasez de la muestra, pero que, sin lugar a dudas expresaba el sentimiento que embargaba a mi amigo y a los contertulios presentes que alguna que otra tarde se refugian en un bar con aire acondicionado para poder expresar lo que piensan sin cortapisas y a pesar de que la audiencia que le presta atención es exigua, es decir, uno, que soy yo, pues bien por el contexto y por su desarrollo entiendo que empleaban el término en sus dos accesiones. Unas veces cargaban las tintas sobre la primera y, con frecuencia, usaban la segunda.
Esto es un mamarracho y deduzco que lo es porque éstos son unos mamarrachos. Por ahí transitaba el intercambio verbal que desahogaba el desánimo ante un panorama que ya no convencía a estos amigos y del que estaban harto. Y es que, no salimos de Guatemala cuando ya entramos en guatepeor. ¿A ver quién da más? Y así rompemos los límites de la paciencia, del aguante y de la hartura de todo lo que pasea impúdicamente por los foros políticos. Y es que la gente está hasta la punta del pelo y piden seriedad y sentido común hallando por respuesta una frivolidad que espanta al más pintado. Y el vaso de la paciencia se va colmando y el clamor eleva la discusión a tonos que no me gustan pero que son irremediables. “Éstos son unos mamarrachos”, repiten; “esto es una mamarrachada”, aseveran. Y entre pitos y flautas se nos acaba la tarde con una sensación de desasosiego que a mí me espanta, me preocupa y me deja un amargo sabor de boca que ni el fresco amontillado, que a sorbos cortos me llevo hasta mis labios, logra desterrar. Así está el panorama, aunque me pese a mí, aunque a muchos les pese. Y es que el espectáculo que algunos están dando no pueden producir zanahorias donde se siembran de continuo patatas y más patatas. Y la esperanza de que venga alguien a sembrar cordura, honestidad y buen hacer en este batiburrillo de impertinencias es la única salida que me queda.
Y hay que tener muchos reaños y una dosis de esperanza como la que muchos albergamos para admitir que algunos mamarrachos nos vayan a sacar de estos charcos que nos llenan de barro los zapatos. Rectificar es de sabios, lo mejor ya nos lo merecemos, y si mientras, los mamarrachos se adecentan, mejor que mejor. Falta hace.