El Diccionario de la Real Academia Española es escueto en su definición: “Desmedida preferencia que algunos dan a sus parientes para las concesiones o empleos públicos”. Con ella está perfectamente definido el término. Sus sinónimos están claros y no dan lugar a error: favoritismo, predilección, privanza, favor, privilegio, amiguismo, enchufe. Parece que, aunque hay distintas teorías sobre la etimología del término, la palabra nepotismo viene del griego antiguo nepos, que quiere decir «sobrino». Otra teoría sostiene que el término deriva del nombre del emperador romano Julio Nepote. De estas prácticas, la historia nos proporciona una notable cantidad de casos. Muchas cosas nos podrían contar las familias medievales Borgia o Farnesio. Y de ello, sabían un rato papas como Calixto III, Alejandro VI o Pablo III: Periodos superados afortunadamente por la Iglesia Católica y desterrados como un mal de otros tiempos. De los reyes, podrían ponerse otros muchos ejemplos que podemos pescar en todos los períodos históricos. Algunos claramente evidentes, y admitidos como tales, y otros más disimulados, pero reales, en todos los sentidos.
En los regímenes totalitarios la práctica ha estado y está a la orden del día. La acumulación de poder y la prolongación en el tiempo son un estupendo caldo de cultivo para esta práctica. Sin embargo, los sistemas democráticos la destierran en sus leyes y en su cultura política. Pero en todas las casas hay gateras que ponen al alcance de la mano la tentación de ejercerlo. El hecha la ley, hecha la trampa, sigue estando vigente. Afortunadamente, como dice el salmo bíblico “todo tiene su tiempo, su tiempo bajo el sol”; tarde o temprano “todo lo que estaba oculto, sale a la luz”. Porque, afortunadamente, la libertad de información, el ejercicio de control y denuncia, aún siguen estando vigentes. Es cuestión de tiempo, de trabajo, de paciencia, y de aguante marinero ante las embestidas de las olas o el canto de las sirenas. Vale para los gobiernos y vale para la oposición, vale para un partido político y vale para otros. Perseguirlo, se incube donde se incube, es un bien para la auténtica igualdad, para la transparencia y para la justicia. Y, desde luego, fortalece la democracia.
Pero no sólo es cuestión de legislación, de responsabilidades políticas. Es una cuestión ética y una cuestión cultural y de educación. Posiblemente toque a la Educación para la Ciudadanía explicarle bien claro a las generaciones futuras que el nepotismo –adquiera los matices que adquiera, y se vista al mono como se vista- no es un bien democrático y corroe desde su raíz los derechos fundamentales de los ciudadanos, y hay que pedir cuenta de ello, por una parte, y no crecer en la creencia de que es potestad de cualquiera practicarlo.
Lo peor de la cultura del “pelotazo”, de tan reciente memoria, no era sólo el pelotazo que muchos pretendieron dar y lo consiguieron, sino la conciencia de que “si yo pudiera, también lo haría; si no lo hago es porque no puedo”, como decían algunos. La regeneración, la superación de la crisis, pasa por un código serio de valores y por la conciencia creciente de que no vale todo.
Algunos casos, puestos en el candelero por la prensa, con todo el respeto que nos merece la presunción de inocencia –que hay que garantizar en todos los casos- parecen machaconamente insistir en que la práctica no está desterrada de nuestra cultura y de nuestra acción política. Ahora les toca a los jueces no mirar para otro lado –ni en estos casos ni en otros- y esclarecer los hechos para que no quede ninguna duda y, en consecuencia, estemos tranquilos de tres cosas: que no nos tomen el pelo a los ciudadanos, que todos somos iguales, que nuestro dinero se emplea con transparencia y sin favoritismos ni intereses particulares. De lo contrario, la construcción y el desarrollo de la democracia es pura entelequia. La coherencia no se construye con eslóganes. La democracia se hace, parodiando al poeta sevillano, “golpe a golpe, verso a verso”.